LA VELA (a los compañeros de Carajo 72)
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Hubo diecisiete velas. Diecisiete. Yo no lo sabía pero, cuando me preguntaron si quería, estaba preparada.
Había ido a la reunión sin demasiadas expectativas. Tal vez me convenció la voz de Carlos en el teléfono, extrañamente intensa, necesitada casi, ¿Vas a venir?, ¡Dale!, es un ratito, como si realmente le importara que yo dijera Sí y que cumpliera. Tal vez fue porque era sábado a la noche y yo, tirada en la cama, la televisión encendida para que hubiera voces a mi alrededor, también necesitaba algo, cualquier cosa.
Así que me senté a un costado en el living repleto, dispuesta a no hacer nada, a decir No, a levantarme e irme si hacía falta para defender el lugar que siempre había tenido entre ellos: mi rincón a un costado del mundo, en el primer banco, cerca de la ventana. Pero cuando me preguntaron --Laura nada menos, con esa voz autoritaria y decidida que yo sentía amarga, insoportable--, me sorprendí diciendo, Bueno, si no le molesta a nadie, yo podría hacer la de Alejandra.
Alejandra Pardás.
Era de noche y el living estaba lleno de risas, cuadernos abiertos de par en par, vasos que se rozaban en el aire. Cuando dije Alejandra, los ruidos y la luz cambiaron un poco, como si mi padre le hubiera puesto una lente distinta a su cámara de fotos y yo me hubiera tapado los oídos al mismo tiempo. Tengo los pies bien apoyados en la tierra: sé que no fue algo general; incluso en ese momento, sabía que me estaba pasando a mí solamente. Que los demás no habían notado nada. De todos modos, eso no me asustó: en los años malos también había vivido así, en un planeta diferente, exclusivo y solitario.
Alejandra Pardás, dije.
Nadie me discutió, ni siquiera Fernardo Duras, su noviecito de entonces.
Alejandra se sentaba justo detrás mío. Desde el principio, creo.
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